jueves, 21 de enero de 2016

Negro sobre negro... casi

Amanecer veraniego de calor santafesino: impiadoso. Apenas unos minutos para chequear novedades en Internet antes de ponerme en camino para cumplir con un compromiso familiar. 

En la página de inicio de mi proveedor de webmail una foto en blanco y negro y un titular lacónico. Con una naturalidad pasmosa, mi primera reacción fue “¿suicidio?”. La pregunta se contestó sola en cuestión de segundos y no me produjo estupor alguno, sólo la percepción de una triste coincidencia. 

Y si bien de “Blackstar” hasta ese momento sólo había registrado el vídeo del título homónimo, con su lobreguez desenfrenada, me niego a visitar ese lugar común y cómodo de repetir -palabras más, palabras menos- que David Bowie preparó hasta su muerte como una obra de arte. Si se tiene en cuenta el dato filtrado días más tarde, según el cual habría estado haciendo demos de material nuevo hasta último momento, parecía estar -aún en la certeza de un desenlace irreversible y próximo- más aferrado que nunca a la vida.

Mientras tanto, en mi casilla de e-mails me esperaba uno de mi esposa desde su trabajo (*un océano de por medio separándonos), quien me enviaba algo parecido a unas condolencias, poseída aún por la incredulidad y -a su decir- con lágrimas en los ojos. En mi cuenta de Facebook también el mensaje de un amigo de ultramar que, al leer la noticia con el desayuno, no pudo evitar pensar en mí y ponerse en contacto. Ah, él tampoco podía creerlo.  

Ya antes de estas pésimas nuevas me había propuesto no escuchar “Blackstar” completo hasta no tenerlo en la mano; una manía de melómano, más que otra cosa. De regreso en Alemania, el CD formaba parte de una pequeña pila de regalos de Navidad arribados durante mis semanas de ausencia. Blanco y negro el sobre, negro sobre negro el librillo interno: uno todavía no ha logrado poner el disco en el reproductor para escuchar los primeros sonidos y la gráfica ya les ha abierto la puerta a las interpretaciones. Yo tengo una muy modesta: los textos (letras, informaciones, etc.) están impresos en un negro satinado que, para “despegarse” del negro mate del fondo, obliga a orientar el librillo hacia la fuente de luz más próxima; como si la intención del artista fuera “en esta obra puse hasta lo último de mí; eso sí: la luz la tienen que poner Uds., porque por acá...”. 

Pero la música es otra cosa, porque “Blackstar”, aún con la oscuridad que trasunta el título, está lejos de ser una mera colección de ejercicios funerarios. Está claro que el tema homónimo (difícil de separar del material visual junto al que fue dado a conocer originalmente) no ayuda a despejar esa impresión: Bowie no canta las primeras estrofas; más bien las gime sobre el fondo de una armonía orientaloide, instrumentada con austeridad. A medida que la canción avanza (*y bien vale la pena detenerse en ella, en tanto dura unos 10 minutos), va cambiando su atmósfera y la voz de Bowie... ¡bueno, al cabo lo de “camaleón” tampoco ha sido un mote caprichoso!. Ya en el tema siguiente (“'Tis a Pity She Was a Whore”) se hace presente el vigor vocal de los momentos más up de “The next day” y su performance le hace absoluta justicia al ritmo hipercinético de “Sue (or in a season in crime)”. La paleta de colores es la del crepúsculo, definitivamente no la del luto.

A partir del anuncio mismo de la publicación de “Blackstar” mucho se ha dicho y escrito respecto a su supuesto carácter de disco de jazz. También en este punto me permito disentir, haciendo una pequeña disquisición: por contradictorio que suene, que un disco se grabe mayormente con instrumentos propios del jazz, ejecutados por músicos de jazz, no implica que el resultado sea lo que habitualmente se conoce como un “disco de jazz”, ni siquiera cuando el saxofón invade a menudo territorios que pertenecen a la guitarra eléctrica. Además, revisando un poco el catálogo de David Bowie, es posible comprobar que, por ejemplo, en “A small plot of land” (*de “Outside”, 1995) hay muchos más elementos de jazz que en todo “Blackstar”. Las simplificaciones suelen ser odiosas.

Desde hace cinco días tengo “Blackstar” en casa y crece un poquito más con cada escucha. Desde hace diez días el mundo sigue girando. Sin Bowie, no sin su arte.


sábado, 8 de agosto de 2015

Nessuna linea sull’orizzonte


No tengo licencia de conducir. Tampoco SÉ conducir. Es por eso que por lo menos intento ser un copiloto competente. En los viajes largos, entre otras cosas, me hago cargo de escudriñar el paisaje; no sólo para solaz de mi propia vista, sino para eventualmente arrebatarle a la geografía algún detalle que, a su vez, inspire un comentario interesante que -¡uf!- acompañe la atención del conductor.
El miércoles pasado emprendimos con mi familia uno de esos viajes largos: el regreso de nuestras vacaciones en Italia; una travesía que no suele tomar menos de trece horas de autopista, en sus sabores “italiana”, “suiza” y “alemana”. La región de Le Marche, que es la que visitamos habitualmente, es pródiga en postales inabarcables, de montaña hacia un lado y de mar (el Adriático) hacia el otro. Así las cosas, nos pusimos en marcha después de haber llenado el tanque con el combustible probablemente más caro de toda la UE. 

El amanecer todavía joven me (*no es “nos” porque mi esposa debía concentrarse en la zigzagueante ruta provincial y los chicos estaban en otra cosa) regaló una imagen de esas que inspiran contemplación a la vez que disparan asociaciones diversas en la cabeza. El cielo azul, el mar plateado y una bruma difuminando la línea del horizonte. “¡Esa foto la conozco, pero en blanco y negro!“, me dije y acto seguido le comenté a mi esposa que un paisaje similar adorna la tapa del penúltimo disco de U2, justamente titulado No line on the horizon. Uno a esta altura sabe leer entre líneas, entonces el “ah, mirá vos...” no debe ser interpretado como falta de interés, sino como “suerte la tuya que no tenés que concentrarte en el tráfico, ni te quedó la sangre en el ojo por haber pagado € 1,70 el litro de nafta por no haberte fijado en el cartel, mientras te espera medio día planchando el asfalto”. No tengo smartphone y muy pocas veces una cámara fotográfica presta para capturar instantáneas; de todos modos, la serena majestuosidad de esa foto viviente quedó en mi retina.

Después de tres horas y con el sol impiadoso del mediodía acompañando nuestra travesía, hicimos la primera parada, para comer de la vianda e ir al baño en el área de servicio, un templo rutero dedicado al consumo y diseñado cual laberinto, en cuya salida -entre montañas de golosinas y estantes con best-sellers, justo enfrente de la caja- se encontraba UNA BATEA DE CDs EN OFERTA. Tenía calor y quería llegar a casa cuanto antes, pero no pude evitar la tentación de ponerme a revolver. Incontables CDs de italo-pop, Aerosmith (puaj), Madonna (recontra-puaj), póstumos de Michael Jackson (¡tierra, trágame!)... y un puñado de ejemplares de -¡ta-táaa!- No line on the horizon. En este punto y antes de perder la compostura editorial, disertando sobre -por ejemplo- “nuestras vidas hechas de pequeñas-felices coincidencias en un mundito de piedra”, debo decir: ya lo tenía, desde la semana de su aparición, allá por febrero de 2009. Por inercia seguí revolviendo y tuve premio: un único ejemplar del susodicho No line on the horizon (NLOTH), PERO en edición limitada y al mismo precio que cualquiera de los otros. Fue un trámite breve y adrenalínico, y me dibujó una sonrisa que no pudo borrar ni un tedioso embotellamiento de una hora y media cruzando los Alpes con 34°C a la sombra.



Es lícito preguntarse por qué alguien habría de comprarse un disco que ya tiene y que además -en su valoración del contenido estrictamente musical- ni siquiera le resulta indispensable. Para empezar NLOTH es un álbum que en su momento me hizo ilusionar con la posibilidad de que U2 volviera a la senda de editar material no-mediocre. Lamentablemente, a esas ilusiones les puso un freno amargo Songs of innocence, edición sobre la cual ya me extendí en una entrada a fines del año pasado. Lo cierto es que NLOTH, sin ser un dechado de cohesión, tiene un puñado de canciones emotivas y hasta originales (para los parámetros de una banda con tres décadas sobre el lomo), dignas de volver a ser escuchadas de tanto en tanto. Contrariamente a la práctica habitual en las llamadas limited editions, la yapa de los bonus tracks brilla por su ausencia. ¿Y entonces, cuál es la gracia? A la hora de fustigar al formato-CD (*que hace 25 años primereaba en un podio tecnológico y hoy es abofeteado por no ser algo del pasado: un disco de vinilo), suele consignarse el hecho de que el aspecto del arte gráfico (*decisivo en el concepto de obra de arte total) sufre las limitaciones de un objeto que se llama justamente “disco compacto”. Muchas bandas y solistas se empeñan sin embargo en ofrecerles un plus a quienes aún cultivan el hábito (en apariencia anacrónico) de comprar discos; para eso hacen migas con diseñadores y artistas plásticos capaces de reforzar el mensaje estético de su música. En el caso de U2 ese comodín es desde hace una punta de años el fotógrafo y cineasta holandés Anton Corbijn.

Hace tiempo que Corbijn dejó de disparar su cámara para hacer meros retratos de los integrantes de la banda; ya la gráfica de Achtung baby (1991) estaba  mechada con fotos del entorno en el que las canciones y/o las sesiones de grabación vieron la luz. Las fotos entonces no ilustran solamente, sino que con la música, como en un mosaico, se complementan y se dan sentido recíprocamente. NLOTH fue compuesto y grabado en Marruecos, Nueva York y Londres; el grueso digipack revela entonces en abundancia los contrastes entre Occidente y la huella árabe en Noráfrica, alternando papel satinado para los colores vivos con otro de textura aspera para las fotos en sepia, con un detallado librillo para letras y créditos en el ala anterior y un poster despeglable de doble cara en el ala posterior. Una propuesta que invita a perderse en la música y las imágenes, en un ritual análogo al que practicaba en mi adolescencia con los discos de vinilo. Para una referencia más contemporánea: todos esos estímulos que iTunes, Spotify y el mejor FLAC jamás podrán ofrecer.


Justo hoy, que me he puesto a escribir sobre esto que pasó hace unos días, es el cumpleaños de The Edge: nuestras vidas hechas de pequeñas-felices coincidencias en un mundito de piedra. O, en la voz nasal de un ícono del italo-pop: “Son las cosas de laaaa vida...”

viernes, 29 de mayo de 2015

Comprando Inglaterra por 15 euros

Después de mucho tiempo una entrada que -sin ambages- le hace honor al nombre del blog.                                 
En la noche del miércoles, durante la tanda publicitaria en TV, me enteré (de eso se trata la publicidad) que a partir de ayer una de las cadenas de tiendas de electrodomésticos y electrónica más grandes de por acá iniciaba otra de sus (cada vez más frecuentes) campañas de oferta de CDs y/o DVD/BluRay; esta vez bajo el lema “500 CDs a € 5 c/u”. O sea: un claro llamado a las armas. Así, organicé mis trámites para la mañana de ayer de modo tal que fuera posible estar apenas pasadas las 10 h. (horario de apertura) parado sobre la escalera mecánica que me depositaría frente a las bateas.

Ya en el lugar, la búsqueda estaba acotada a un par de títulos que había pispado la noche anterior en la página web de la tienda. Comencé a buscar entonces con avidez en las cajas de cartón (*¡las bateas son para los artículos full price, nene!), luchando contra la potente iluminación del local reflejada sobre el lomo de los cientos y cientos de cajitas de plástico y el celofán, que las recubre y potencia ese brillo tan desagradable a la vista. Cuando finalmente encontré LOW (David Bowie) y THE SOUND OF THE SMITHS me dirigí CASI sin titubear a la caja repitiéndome como mantra “para mayo, ya está bien”. Pero resulta que... ay, esos imponderables... sobre una isla de ofertas ubicada justo al bajar de la escalera mecánica y acceder a las cajas, había una pila de ejemplares de PARKLIVE (Blur), que también formaba parte de la selección de 500 cedés rebajados y en mi pesquisa doméstica se me había pasado por alto. Y, si la duda es realmente una jactancia de los intelectuales, en el acto me asumí como un cabeza, decreté la necesidad y urgencia súbitas y manoteé sin miramientos.

Hábito objetable el de los empleados de comercio que resuelven cuestiones laborales internas en los puntos de atención al cliente. Por eso, a pesar de ser el primero en la cola de la única caja habilitada a esa hora de la mañana, me armé de paciencia pensando en la panzada de música que me daría al llegar a casa. En eso, caí en la cuenta de que tenía en la mano los álbumes de tres artistas que no sólo eran ingleses, sino que -a juzgar por su modo particular de hacer propia esta cosa del rock- tampoco podrían haber surgido de otro lugar que no fuera Inglaterra. La de los 60s, la de los 80s y la de los 90s. Entonces, mientras metía el botín en la mochila y a mí, que no soy fan ni del “Genesis con Gabriel” ni del “Genesis de Phil Collins”, se me ocurrió que acababa no de vender Inglaterra por una libra, sino de -en cierto modo- comprarla por 15 euros.

En vísperas de las últimas Pascuas me escapé con mi esposa en una visita relámpago a Londres, que implicó para mí poner un pie por primera vez fuera del lujo estandarizado del gigantesco aeropuerto de Heathrow... entre otras cosas porque esta vez hicimos el viaje en tren. Si bien en tres intensos días de estadía la impresión más fuerte fue la del carácter apabullante de la mayor metrópoli europea, los recorridos incesantes de A hasta B (*y de ahí hasta C, pasando antes por H y J), sirvieron para captar mucho de la atmósfera de la ciudad, incluso haciendo (o intentando, al menos) el ejercico mental de trasladarse hacia atrás en el tiempo para entender momentos y movimientos, con la ayuda de esas esquinas y coordenadas sobre las que uno ha leído durante años, siguiendo la trayectoria de The Fulanos, The Menganos y demás. En ese sentido fue fundamental disponer de la compañía e inconmensurable paciencia de mi esposa, baqueana experimentada en estas lides de mostrarles a los demás los edificios soberbios y también los callejones mal iluminados de la capital imperial.

Una escucha (por primera vez el álbum completo; nunca es tarde...) a LOW confirma mi idea de que las trilladas loas a la trilogía berlinesa de Bowie rayan la exageración. Nunca voy a terminar de amigarme con esos pasajes puramente instrumentales, que derrochan más pretensión que horizonte y probablemente estarían más a gusto en el contexto de una banda de sonido que en el de un disco de música pop. Todavía estoy dudando si se queda o se va.

Bowie en los 70s tardíos: un londinense errante re-formateando su dandismo en la ambivalencia de la Berlín dividida.




THE SOUND OF THE SMITHS probablemente sea uno de los best of más completos  (y, por ende, menos mezquinos) que conozco, de esos que alivian el trámite cuando uno se halla ante el dilema de “mmmh... taaan fanático no soy, tengo problemas de espacio y no suficiente tiempo para dedicarle a la discografía completa”. Las canciones recontra-escuchadas y que siguen gustando, las menos conocidas para los legos pero dignas de ser descubiertas... y un puñadito de las otras. Veintitrés en total. Un triunfo.

The Smiths en los 80s: cuatro paisanos de Manchester cantando (¿conjurando?) sobre el pánico en las urbes del Reino Unido, renegando ácidamente del thatcherismo y esperando el día en que los miembros de la familia real se conviertan en homeless.





PARKLIVE, que documenta el apoteósico concierto que dio Blur dentro del programa de clausura de los juegos olímpicos de Londres 2012, todavía está sin abrir, si no es como cuando te regalan una caja de bombones y a las 7 de la tarde te das cuenta que te los comiste todos solo y en una siesta. Cuando salió sólo escuché un par de cosas en streaming, así que no sé exactamente qué me espera, más allá de las críticas entusiastas que el álbum cosechó cuando fue publicado.

El trip londinense de abril estuvo definitivamente marcado por Blur: un par de semanas antes de la edición de su primer álbum de estudio en más de una década, la máquina promocional había llegado a velocidad crucero y uno de mis souvenirs consistió en comprar el número de MOJO con la banda en la tapa y un informe hasta la médula (como es saludable costumbre en MOJO) en un kiosco de King’s Cross. El obligado paseo por Hyde Park tuvo lugar bajo la invocación del espíritu de Live 8 y -justamente- ParkLive, y no tanto la idea de estar gastando suela en un imponente espacio verde de más de 250 ha. de superficie.

Blur en los 90s “y en el 2000 también”: aguafuertes de la sociedad inglesa, a veces con el preciosismo de unos Kinks 2.0, otras veces tomando distancia para tratar de ver más claro y encontrar al individuo.





En el noticiero de la noche el premier británico David Cameron en la cumbre de ministros de hacienda de la Unión Europea en Dresden, haciendo declaraciones a la prensa como si sus interlocutores fueran pasantes de un periódico escolar. Y uno lo escucha y piensa que hay una forma de soberbia imperial que es como los restos de comida entre los dientes, que salen a la luz cada vez que la persona abre la boca. Ignora que en las tiendas de discos alemanas, lo que verdaderamente importa de su Inglaterra, se consigue por €15.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Alice y las cadenas del desánimo

Leo en Wikipedia que a la madre de Layne Staley no le entusiasmaba mucho el nombre de la banda de su hijo porque podía remitía a una escena de bondage. E imagino que habrá sido el menor de sus temores al lado de la adicción a la heroína que acabó con la vida de Staley antes de cumplir 35 años.

Desde la primera vez que leí el nombre Alice In Chains, imaginé a la chica de la historia de Lewis Carroll, con la candidez hecha harapos en un oscuro rincón de mazmorra y pesados grilletes ajándole las muñecas (o los tobillos, qué más da). La imaginería BDSM nunca se me pasó por la cabeza. Tiempo después, cuando pude escuchar la música, confirmé que había arrimado bastente cerca la bocha, porque si hay algo de lo que AIC adolesce es erotismo.

Eso fue en 1994, apenas radicado en Alemania, de visita en lo de un amigo de mi esposa, que solía comprarse manojos de novedades discográficas con frecuencia semanal (*accionar básico de cualquier melómano con un saludable poder adquisitivo). Se trataba de Jar of flies, un EP indispensable, editado apenas un año después de la que es considerada su obra cumbre: Dirt.

Y comencé a seguirlos. Vino el álbum homónimo, seguido por el unplugged de rigor de aquellos años. Y luego, un devenir pendulante entre lo errático y la nada, entendible para una banda que no estaba dispuesta a desahuciar a su cantante. El desenlace llegó en 2002 y el motivo está comentado en el primer párrafo de esta entrada.

Stone by Alice in CHains on Grooveshark

En 2006 AIC volvió al ruedo con nuevo frontman, una movida riesgosa, teniendo en cuenta, por ejemplo, la experiencia de INXS o -más notoriamente- Queen. Pero AIC siempre había sido una entidad bifronte: la hosquedad decorada con anteojos oscuros de Staley era la cara de la banda y su bramido nasal, la voz; todo lo demás (*¡incluída la mitad de las voces!) fue y es Jerry Cantrell, el rubio con la guitarra y la (ahora diezmada) melena lacia.
Black Gives Way to Blue se llamó el regreso y The Devil Put Dinosaurs Here el siguiente capítulo de AIC 2.0, el sujeto de este devaneo textual. Por esa asimetría de grandes stocks/bajas ventas en algunas tiendas, The Devil Put... llegó a mis manos como super-oferta apenas un año después de haber sido editado.

Hollow by Alice in CHains on Grooveshark

De todas las bandas de Seattle a las que les pegotearon el sello grunge, AIC probablemente haya sido la que más abrevó en el charco de agua espesa que dejó -con carácter fundacional- Black Sabbath a comienzos de los 70s. Así, su música suele renegar del tempo vertiginoso; después de todo, ¿quién tiene ganas de hablar (OK: cantar), montado a un tren a toda velocidad, sobre alienación, existencias pesadillescas y desánimo? Bueno, sí, existe el thrash metal, pero... La puesta en escena de climas por momentos abrumadores parte de la guitarra de Cantrell, sea con un rasgido lacónico o un riff híper-saturado y minimalista, tradición de la casa. Las melodías opresivas-pero-pegadizas se dan la mano con las típicas armonías vocales (*WilliamDuVall, el reemplazante de Staley, es un calibre menor pero aporta), dispuestas a instalarse en el oído y quedarse por un tiempo. Como sucede con los llamados hits. Y de esos The Devil Put... aguarda con un puñado generoso. Obviamente, no se trata de material que los programadores de radio vayan a meter en su carpeta de “éxitos del verano”.

Voices by Alice in CHains on Grooveshark

Al contario de lo que se comenta en ciertos ámbitos de la opinología, su nuevo material demuestra que la banda no murió con Staley. Más bien recuerda a una persona que ha podido rehacer su vida sentimental después de haber enviudado, recuperando en el trámite algo de su salud.


Que Cantrell haya declarado que en el nuevo disco hay letras que hablan de lo que generalmente no debería hablarse para evitar problemas (política y religión) será un detalle secundario mientras la nubes más plomizas del cielo de su Seattle natal sigan a AIC a dónde vaya y a ese fenómeno la banda continúe escribiéndole la banda sonora.